jueves, 22 de noviembre de 2012

EL AMOR ES LA FUERZA MAS ENCABRONADA (remembranzas frente a un paisaje marino)

A todas las bailarinas muertas en combate
 
Foto: Jorge Montanaro

Eran días grises, los recuerdo. Cierro los ojos y los veo como en un indeleble álbum de fotos. Días lentos, implacables, susurrantes, de esos que te dicen al oído más cosas de las que puedes escuchar y por supuesto entender. Recuerdo el frío. Un frío que contrastaba con el Sol del verano que pasaba detrás de mi ventana mientras yo me refugiaba entre las mantas tiritando. Una vez más sobrevivía.

Eran los días de mi último divorcio y yo, que hasta nuevo aviso había perdido las ganas de seguir remando, sólo flotaba en un mar aparentemente muerto, asida de libros que agotaba rápidamente —a veces beber libros y no ginebra es una decisión afortunada—, con una técnica aprendida en la infancia: escaparse en un libro cual si fuera alfombra mágica, mimetizarse con seres y lugares intangibles, volverse página, cornisa, palabra, pasta dura —camouflage— para tratar de distraer al enemigo, que siempre está más cerca de lo que uno supone, y muchas veces ni siquiera es quien uno cree.

Me recuerdo, cigarro en mano, leyendo a William Burroughs. Un libro escrito en México, DF, donde en algún pasaje detallado el autor narra la experiencia de un heroinómano, cuyo cuerpo le empieza a exigir la nueva dosis. El impacto fue tremendo pues yo, que entonces ni ahora he probado la  heroina, conocía perfectamente los síntomas, los había vivido antes y justo los tenía en ese momento. El síndrome de abstinencia me reveló de golpe que ciertos tipos de amor son una droga dura.

Y resulta que uno se volvió yonki desde niño, y no lo sabe, claro, ¿cómo pensar siquiera que tu propia familia te vuelve inseguro, quebradizo, temeroso, dependiente? ¿Cómo suponer siquiera que uno crece y se vuelve nocivo para sí y destructivo para otro? No recuerdo cuántos días lloré abrazada al libro de Burroughs, amarrada a mí misma con las cuerdas de mi reciente convicción, luchando como todos los adictos por no seguir destrozándome-destrozándole… En nombre del amor se cometen muchos crímenes y yo decidí, entre dolores profundos, abandonar el ejército en el que venía militando, cambiar la música de fondo y aprender a bailar de otra manera.

Esto sucedió hace poco más de diez años y volvió a mi cabeza hace dos semanas cuando tuve frente a mí una suerte de paráfrasis de escenas pasadas de mi vida. Me vi de nuevo caminando sobre un puente colgante en una nube de arena, soportada —otra vez— por un sendero de libros, socavada desde lo más profundo de mí por un temor que se parece mucho a una pesadilla, amenazada por un monstruo —con grandes ojos y muchas hileras de dientes— que ahora puedo ver con claridad y soy yo misma. El enemigo siempre está más cerca de lo que uno supone, y casi nunca es quien uno cree.

Como suele pasar en los sueños, yo era todos los personajes, entonces también eran míos los proyectos guardados en el refrigerador, la máquina de escribir encallada, la ingenua tozudez que impele a luchar por la victoria inexistente, los fuegos artificiales que hacen creer que estamos de fiesta cuando lo que sucede es que se está quemando la casa.

Y sí, el amor es la fuerza más encabronada que existe. De uno depende volverla cinética, estática o devastadora.  

Paisaje marino con tiburones y bailarina, con Bruno Bichir y Tato Alexander, se presenta de jueves a domingo en el Teatro El Granero (atrás del Auditorio Nacional) hasta el 16 de diciembre.